“Hacia
el mediodía se ocultó el sol y todo el país quedó en tinieblas hasta las tres
de la tarde. En ese momento la cortina del Templo se rasgó por la mitad, y
Jesús gritó muy fuerte: Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu. Y dichas estas palabras, expiró.” (Lc 23 44-46).
Vivimos en una época de profunda
inquietud. Tememos las enfermedades y las epidemias, tenemos miedo por la
juventud, tememos el porvenir, el fracaso, la muerte. Vivimos un hundimiento de
la confianza y nuestra inseguridad es profunda. Sin embargo, estamos mejor
protegidos y tenemos más seguridad que las generaciones anteriores, al menos en
Occidente. Tenemos una medicina más eficiente, medios de transporte más
seguros, estamos mejor protegidos contra el clima y tenemos una mejor seguridad
social. Y entretanto, tenemos miedo. Pero no tenemos nada que temer, Jesús nos ha confiado al Padre.
Este miedo persistente viene, quizá,
de que tenemos la pretensión de lo controlar todo. Somos capaces de controlar
muchas cosas: la fertilidad y el nacimiento, muchas enfermedades se pueden
curar. Tenemos un control sobre las fuerzas de la naturaleza. Y la gente de
Occidente controla la mayor parte de la humanidad. Pero el control jamás es
perfecto. Cada vez más somos conscientes que nuestro planeta corre hacia la
catástrofe. Y sobre todo, tememos la muerte que desenmascara nuestra última
carencia de control.
“No
te preocupes, esta va a llegar ciertamente. Pero no es el fin del mundo.” No
será es fin del mundo porque el mundo ya ha terminado. Cuando Jesús murió, el
sol y la luna se obscurecieron: las tumbas se abrieron y los muertos salieron.
Es el fin de un mundo de lo que
hablan los profetas. El peor ya ha pasado. El mundo se derrumbó. Y apareció el
domingo de Pascua.
Jesús nos invita a no temer más. Todo
lo que nos da miedo lo vivió Él el Viernes Santo, el día donde el mundo viejo
se terminó y donde un mundo nuevo empezó.
“El
Séptimo Día Dios tuvo terminado su trabajo, y descansó en ese día de todo lo
que había hecho.” (Gen 2,2) Lo que fue creado el séptimo día es la tranquilidad,
la serenidad, la paz y el descanso. El descanso es la meta y el cumplimiento de
la creación.
Jesús ya ha pronunciado sus siete
palabras, que llevan a la nueva creación del domingo de Pascua. Y después se
descansa. Dios nos ha creado para que podamos compartir este descanso, y que
así, Dios pueda descansarse en nosotros. Somos hechos para descansarnos en Dios
y para que Dios se descanse en nosotros. Este descanso no es una ausencia de
actividad, es un retorno a la casa: “Si
alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará. Entonces vendremos
a él para poner nuestra morada en él.” (Ju 14,23).
Ambrosio de Milán veía en Jesús
descansando sobre la cruz el cumplimiento del descanso de Dios el séptimo día
de la creación. En adelante, Dios descansa en nosotros, después de la labor de
la Pasión. Escribe san Ambrosio: “El
sexto día se acabó, y la totalidad de la obra del mundo ha llegado a su
término. Ahora se guarda silencio, porque Dios se descansa de todas las obras
que ha hecho en el mundo. Se descansa en lo más hondo del hombre, se descansa
en su espíritu y en su propósito. Porque ha hecho al hombre capaz de razón, lo
ha hecho su imitador, en búsqueda de la virtud, anhelando la gracia. En todo
esto, Dios encuentra su descanso, Él que dice: “En quién fijo realmente mis
ojos sino en el pobre y en el corazón arrepentido, que se estremece por mi
palabra.” (Es 66,2). Demos,
pues, gracias a nuestro Dios que cumplió su obra de tal manera que pueda
descansar en ella… Ha hecho al hombre, y entonces se descansó habiendo
encontrado alguien a quien podía perdonar.”
¡Qué alimento más sólido por nuestra
confianza! Y ¡que podamos testimoniar de la verdad de la Resurrección como
creación “nueva”!
Extracto de un libro del padre Timothy
Radcliffe: Las siete últimas palabras de Cristo
Las hermanas del
Monasterio Sagrada Familia
Posadas, 8 de Abril
de 2015
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